jueves, 17 de noviembre de 2011

La autorregulación de las emociones

La autorregulación emocional no sólo tiene que ver con la ca­pacidad de disminuir el estrés o sofocar los impulsos, sino que también implica la capacidad de provocarse deliberadamente una emoción, aunque ésta sea desagradable. Según me han dicho, al­gunos recaudadores de impuestos se motivan para llamar por teléfono induciéndose un estado anímico de enojo e irritabilidad; los médicos que están obligados a dar malas noticias a sus pa­cientes o a los familiares de éstos deben aparentar un estado de ánimo tan sombrío y serio como el de los empleados de la fune­raria que atiende a la afligida familia, mientras que en la industria de los servicios y de los grandes almacenes son proverbiales las recomendaciones para que los vendedores se muestren amables con los clientes.

Cierta escuela teórica argumenta que, cuando se obliga a los trabajadores a mostrar una determinada emoción, tienen que lle­var a cabo un costoso “esfuerzo emocional” para poder seguir manteniendo su puesto de trabajo. Cuando los dictados del jefe determinan las emociones que la persona debe expresar, el resul­tado es la enajenación de nuestros propios sentimientos. Los em­pleados de los grandes almacenes, las azafatas de vuelo y el per­sonal de los hoteles se hallan entre los trabajadores más proclives a padecer este control de su corazón que Arlie Hochschild -socióloga de la Universidad de California (Berkeley)- define como una «mercantilización de los sentimientos humanos» y equipara a una forma de esclavitud emocional.

Pero una observación más detenida nos revela que esta ima­gen no es más que la mitad de la historia porque, para poder de­terminar el coste de este esfuerzo emocional, debemos conocer antes el grado de identificación que mantiene la persona con su trabajo. Por ejemplo, la solícita dedicación de una enfermera al consuelo de un paciente atribulado no sólo no implica ninguna carga emocional sino que, muy al contrario, da sentido a su tra­bajo.

Pero cuando hablamos de autocontrol emocional no estamos abogando, en modo alguno, por la negación o represión de nues­tros verdaderos sentimientos. El “mal” humor, por ejemplo, también tiene su utilidad; el enojo, la melancolía y el miedo pue­den llegar a ser fuentes de creatividad, energía y comunicación; el enfado puede constituir una intensa fuente de motivación, es­pecialmente cuando surge de la necesidad de reparar una injus­ticia o un abuso; el hecho de compartir la tristeza puede hacer que las personas se sientan más unidas y la urgencia nacida de la ansiedad -siempre que no llegue a atribularnos- puede alentar la creatividad.

También hay que decir que el autocontrol emocional no es lo mismo que el exceso de control, es decir, la extinción de todo sentimiento espontáneo que, obviamente, tienen un coste f ísico y mental. La gente que sofoca sus sentimientos -especialmente cuando son muy negativos- eleva su ritmo cardíaco, un síntoma inequívoco de hipertensión. Y cuando esta represión emocional adquiere carácter crónico, puede llegar a bloquear el funciona­miento del pensamiento, alterar las funciones intelectuales y obs­taculizar la interacción equilibrada con nuestros semejantes.

Por el contrario, la competencia emocional implica q ue tenemos l a posibilidad de elegir cómo expresar nuestros sentimientos. Esta aguda sensibilidad emocional se vuelve particularmente im­portante en el marco de la economía global actual, puesto que las reglas básicas que rigen la expresión emocional varían de una cul­tura a otra y, de este modo, lo que resulta apropiado en un deter­minado entorno social puede ser completamente inadecuado en otro. Por ejemplo, los ejecutivos de las culturas emocionalmente más reservadas -como el norte de Europa-, suelen ser calificados de “fríos” y distantes por sus colegas latinoamericanos.

En los Estados Unidos, la falta de expresividad emocional suele ser considerada negativamente como una muestra de distanciamiento e indiferencia. Un estudio llevado a cabo con unos dos mil supervisores, directores y ejecutivos de empresas de nuestro país reveló la existencia de un poderoso vínculo entre la falta de espontaneidad y el bajo rendimiento laboral. Así, mien­tras los directivos “estrella” eran más espontáneos que sus cole­gas mediocres, los ejecutivos -en tanto que colectivo- eran mu­cho más comedidos en su expresión emocional que los jefes de niveles inferiores. Es como si los ejecutivos concedieran más importancia al impacto que pueda tener el hecho de expresar un sentimiento “inadecuado”.

El estilo comedido que impera en los niveles más elevados nos transmite la sensación de que el entorno laboral es un caso aparte en lo que concierne a las emociones, una “cultura” ajena al resto de la vida. En el entorno íntimo de los amigos o de la fami­lia, no sólo podemos sacar a relucir y lamentarnos de cualquier cosa que nos apesadumbre, sino que debemos hacerlo, pero las reglas emocionales del mundo laboral son muy diferentes.

La autorregulación -la capacidad de controlar nuestros im­pulsos y sentimientos conflictivos- depende del trabajo combinado de los centros emocionales y los centros ejecutivos situados en la región prefrontal. Ambas habilidades primordiales -el con­trol de los impulsos y la capacidad de hacer frente a los contra­tiempos- constituyen el núcleo esencial de cinco competencias emocionales fundamentales:

• Autocontrol: Gestionar adecuadamente nuestras emociones y nuestros impulsos conflictivos
• Confiabilidad: Ser honrado y sincero
• Integridad: Cumplir responsablemente con nuestras obligaciones
• Adaptabilidad: Afrontar los cambios y los nuevos desafíos con la adecuada flexibilidad
• Innovación: Permanecer abierto a nuevas ideas, perspectivas e información

Autocontrol
Mantener bajo control las emociones e impulsos conflictivos

Las personas dotadas de esta competencia
• Gobiernan adecuadamente sus sentimientos impulsivos y sus emociones conflictivas
• Permanecen equilibrados, positivos e imperturbables aun en los momentos más críticos
• Piensan con claridad y permanecen concentrados a pesar de las presiones

«Bill Gates está enojado. Sus ojos saltones resaltan tras sus grandes gafas, su rostro está enrojecido y, al hablar, la saliva sale despedida de su boca… Se halla en una pequeña pero abarrotada sala de conferencias del campus de Microsoft acompañado de veinte personas reunidas en torno a una mesa ovalada y que, en el caso de atreverse a mirarle, lo hacen con evidente temor. El miedo se palpa en el ambiente.»

Así comienza la crónica de una demostración del gran arte de manejar las emociones. Mientras Gates prosigue su airada pero­rata, los atribulados programadores titubean y tartamudean, tratando de convencerle o, por lo menos, de calmarle. Pero nada pa­rece surtir efecto, nadie parece hacer mella en él, excepto una pequeña mujer chinoamericana y de hablar dulce que parece ser la única persona que no está impresionada por la rabieta del jefe y que, a diferencia del resto de los presentes -que evitan todo con­tacto ocular-, mira directamente a Gates a los ojos.

La mujer interrumpe en un par de ocasiones la charla de Ga­tes para dirigirse a él en un tono muy tranquilo. La primera vez sus palabras parecen surtir un efecto calmante, pero inmediata­mente Gates reanuda su enojado discurso. La segunda ocasión, en cambio, Gates escucha en silencio, con la mirada clavada pensativamente en la mesa. Luego su enojo parece diluirse súbita­mente y le responde: «De acuerdo. Eso me parece bien. Sigue adelante». Y con ello da por terminada la reunión.

A pesar de que las palabras de esta mujer no diferían gran cosa de lo que habían dicho sus otros colegas, fue posiblemente su serenidad la que le permitió expresarse con más claridad, en lugar de hacerlo agitada por la ansiedad. Su comentario transmi­tía el mensaje de que la diatriba no había logrado intimidarla, de que podía escuchar sin descolocarse, de que, en realidad, no ha­bía motivo alguno para estar agitada.
En cierto modo, esta habilidad es invisible porque el autocon­trol se manifiesta como la ausencia de explosiones emocionales. Los signos que la caracterizan son, por ejemplo, no dejarse arras­trar por el estrés o ser capaz de relacionarse con una persona en­fadada sin enojarnos. Otra muestra cotidiana de esta capacidad nos la proporciona, por ejemplo, la forma en que distribuimos nuestro tiempo. Atenernos a un programa diario exige autocon­trol, aunque sólo sea para resistirnos a las demandas aparente­mente urgentes -aunque, en realidad, triviales- o a las distrac­ciones que sólo nos hacen perder el tiempo.

El acto fundamental de nuestra responsabilidad personal en el trabajo es el de asumir el control de nuestro propio estado mental. El estado de ánimo influye poderosamente sobre el pensamiento, la memoria y la percepción. Cuando nos enojamos, tendemos a recor­dar con más facilidad incidentes que alientan nuestra ira, nuestros pensamientos giran incesantemente en torno al objeto que suscitó el enfado y la irritabilidad sesga de tal modo nuestra visión del mundo que cualquier comentario que, en otras circunstancias, sería interpretado positivamente, se percibe como una muestra de hostili­dad. Así pues, el hecho de saber superar la tiranía de los estados de ánimo resulta esencial para llevar a cabo un trabajo productivo.

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